No les voy a mentir. Hace tres años, cuando viajé a San Salvador para cubrir la ceremonia de beatificación de Monseñor Óscar Arnulfo Romero, mártir, llevaba conmigo algunos de los prejuicios que hoy también afectan a algunos católicos.
No me tomó mucho tiempo ya en campo para diluir todas aquellas dudas. Monseñor Romero era claramente un hombre de Iglesia, un siervo fiel de Dios, que llevó su vida con una valentía que le valió la corona del martirio. Porque fue asesinado por odio a la fe. Esa fe que profesamos que no nos hace de izquierdas o derechas, sino a favor de toda vida humana, de los desamparados, de aquellos que el Papa Francisco señala bien como las víctimas de una cultura del descarte.
Es muy común, claro, caer en un señalamiento de Iglesia de «derechas», cuando se defiende la vida y la familia, o una de «izquierdas», cuando se denuncia la explotación y el abuso de los pobres y marginados, o se defiende a los migrantes.
Precisamente los santos, siguiendo los pasos de Nuestro Señor Jesucristo, trascienden estas categorías. Y ese es el caso de Monseñor Romero.
Por eso, gracias Monseñor Romero, a partir de este 14 de octubre San Óscar Arnulfo Romero.
Gracias por mostrarnos que el buen camino de los pastores y de los fieles no es el de ceder a uno u otro enfoque político o ideológico, sino que es el del Evangelio, el del Señor.
Gracias por su claridad para denunciar todo crimen: desde el aborto a las desapariciones llevadas a cabo por los militares.
Gracias por defender a los más débiles.
Gracias por, en su esfuerzo pastoral, dejar de lado ese pensamiento marxista que impregnó una corriente de la teología de la liberación, y que tanto daño hizo a la Iglesia.
Gracias por recordarnos que el camino del cristiano pasa por la cruz, e interceda por todos nosotros para que día a día pasemos por esos pequeños martirios personales dando gloria a Dios, y quiera Él que si, llegado el momento, nos viéramos en similar situación, respondamos con valor, pero sobre todo con amor.